¿Son los judíos realmente un “pueblo semítico”?
En un libro que causó cierto revuelo en su momento, el filósofo francés Roger Garaudy sometió a críticas despiadadas lo que definió como “Les mythes fondateurs de la politique israélienne”[i]. Garaudy utilizó la palabra mito en el vasto sentido que tiene cuando designa una historia o un concepto sugerente (el lenguaje actual diría “una narración” o peor aún “una narrativa”), en definitiva: una historia dotada de crédito y prestigio que, sin embargo, es posible refutar (y desmantelar) mediante un análisis racional.
En particular, con la expresión “mitos fundacionales”, Garaudy señaló aquellas mentiras acreditadas que, al asignar un origen antiguo y noble a una institución o práctica reciente, fortalecen su legitimidad o incluso crean un aura de sacralidad a su alrededor. Garaudy diferencia los “mitos fundacionales del Estado de Israel” en dos categorías: los “mitos teológicos” y los “mitos del siglo XX”. Los “mitos teológicos”, nacidos de la lectura del Antiguo Testamento hecha por el sionismo, o al menos por la corriente religiosa del sionismo, son: 1) el mito de la promesa: ¿Tierra prometida o Tierra conquistada?, 2) el mito del pueblo elegido, 3) el mito de Josué: la limpieza étnica. Los “mitos del siglo XX”, en cambio, son: el mito del antifascismo sionista, el mito de la “justicia” de Nuremberg, el mito de los seis millones (El Holocausto), el mito de una “Tierra sin Pueblo para un Pueblo sin Tierra”.
Sin embargo, Garaudy ha pasado por alto un mito fundacional que podemos considerar preliminar a los “mitos teológicos” bajo su crítica: el mito del “retorno”, o el “retorno del pueblo judío a su patria bíblica”.
“Retorno”, si se recuerda, significa regresar al lugar de origen. Por tanto, aceptando el concepto de “retorno” (a la “tierra de Israel”, erez Israel), se da por sentado que, con la inmigración sionista a Palestina y con el establecimiento de un régimen de ocupación colonial llamado “Estado de Israel”, el pueblo judío (o en todo caso una parte de él) regresó a su antigua patria después de una “diáspora” que duró aproximadamente diecinueve siglos. (Entre paréntesis, este concepto de “diáspora” – del griego διασπορά, “diseminación”, “dispersión” – también debería ser sometido a una revisión crítica radical, ya que ciertamente no fue la destrucción del Templo de Jerusalén – ocurrida en el año 70 d.C. en tiempos del emperador Tito – la que provocó la dispersión de los judíos, por la sencilla razón que éstos ya llevaban algún tiempo dispersos por la cuenca mediterránea).
No obstante, según la tesis sionista, es el “pueblo judío” el que ha “retornado” a Palestina. Pero aquí es necesario plantearnos otra pregunta: ¿son los judíos propiamente un pueblo?
Según Shlomo Sand, profesor titular de Historia contemporánea en la Universidad de Tel Aviv y autor de un libro titulado The invention of the Jewish People [ii], la respuesta a esta pregunta sólo podrá darse si la historia oficial es sometida a una revisión crítica, la cual, en su opinión, fue construida y avalada por estudiosos que, inducidos por un prejuicio ideológico, manipularon las fuentes para crear una visión unitaria y coherente del pasado judío. Mitos fundacionales de dudosa historicidad, como el exilio babilónico, la conquista de la tierra de Canaán o la monarquía unida de David y Salomón, – afirma el historiador israelí – se han convertido en las piedras angulares de una reconstrucción de la historia de los judíos presentada como un camino ininterrumpido y que se desarrolla sin discontinuidades desde los tiempos bíblicos hasta nuestros días. Pero, se pregunta, ¿existe realmente un “pueblo judío” homogéneo, obligado al exilio por los romanos en el siglo I d.C., un grupo étnico cuya pureza habría sobrevivido dos milenios, una nación que finalmente retorna a su patria? En absoluto, dice Shlomo Sand. Los judíos descienden de una masa étnicamente heterogénea de individuos y grupos convertidos al judaísmo, pertenecientes a las más diversas naciones del Cercano Oriente y Europa del Este. La “invención del pueblo judío”, como la llama Shlomo Sand, es la invención de una historiografía nacionalista, que pretendía proporcionar una base y una justificación para la colonización sionista de Palestina.
Preguntémonos ahora: si los judíos no constituyen un pueblo, entendido como entidad étnica, ¿hasta qué punto pueden ser considerados un grupo humano, aunque étnicamente no homogéneo, perteneciente al contexto semítico?
Veamos primero qué significa “semítico”. Parece haber sido el historiador alemán August Ludwig von Schlözer (1735-1809) quien acuñó por primera vez el adjetivo semitisch en 1781, para indicar el grupo de lenguas habladas por aquellas poblaciones que en un pasaje bíblico (Gén. 10, 21 -31) hace descender de Sem hijo de Noé: siríaco, arameo, árabe, hebreo, fenicio. El adjetivo “semítico” se refiere, por tanto, específicamente a los Semitas, es decir, a una familia de pueblos que se extendieron en la zona comprendida entre el Mediterráneo, las montañas de Armenia, el Tigris y el sur de Arabia, y luego se difundieron también por Etiopía y el norte de África; como adjetivo sustantivado (“semítico”) indica el grupo lingüístico correspondiente, que se articula en tres subgrupos: el oriental o acadio (que en el II milenio a. C. se dividió en babilónico y asirio), el noroccidental (cananeo, fenicio, hebreo, arameo bíblico, siríaco) y suroeste (árabe y etíope). Por lo tanto, es completamente impropio utilizar los términos “semítico” y “semita” como sinónimos de “judío” y “hebreo”, del mismo modo que sería impropio decir “ario” o “indoeuropeo” en lugar de “italiano”, “alemán”, “ruso” o “persa”.
De ello se deduce que el uso del término “antisemita” como sinónimo de “antijudío” es igualmente inapropiado. Utilizado correctamente, el término “antisemitismo” (acuñado en 1879 por el periodista vienés Wilhelm Marr[iii]) debería indicar hostilidad hacia la familia semítica, que hoy tiene su mayor componente en las poblaciones de lengua árabe, de modo que la calificación de “antisemita” sería adecuada para designar a quienes albergan hostilidad hacia los árabes, más que a quienes sienten aversión hacia los judíos.
Pero la inconsistencia de la supuesta identidad del campo semántico entre los dos términos “semita” y “judío” es aún más evidente, si reflexionamos sobre el hecho de que los judíos de hoy no pueden ser calificados como “semitas”. De hecho, si la pertenencia de un grupo humano a una familia más amplia debe establecerse sobre la base de la lengua hablada por el grupo en cuestión, entonces un pueblo puede ser considerado semítico sólo si tiene como lengua materna una de las lenguas semíticas enumeradas anteriormente, con el resultado de que hoy los árabes y los etíopes pueden definirse legítimamente como semitas plenamente, pero no como judíos.
Es cierto que desde 1948 el hebreo, o más bien el neohebreo (Ivrit), se ha convertido en la lengua oficial de la colonia sionista establecida en Palestina, donde cuenta con algunos millones de hablantes (alrededor del 90% de los más de seis millones de judíos israelíes); pero es una lengua que había estado muerta durante más de veinte siglos y que sólo en el siglo XX fue resucitada artificiosamente, a partir de los esfuerzos del lingüista sionista Eliezer Ben Yehuda (1858-1922). También hay que recordar, a este respecto, que los judíos más observadores de la ortodoxia religiosa, inicialmente no aceptaron la idea de utilizar el hebreo en la vida diaria, lengua que consideraban “santa”; y también hay que tener en cuenta que en la Palestina ocupada, hay grupos de judíos que perseveran en el uso del yiddish. En cualquier caso, el hecho de que los judíos que actualmente residen en Palestina hablen hebreo (o más bien neohebreo) no los convierte en étnicamente semitas. En caso contrario, aplicando el mismo criterio, deberíamos considerar étnicamente germánica a la población afroamericana de Estados Unidos, por el hecho de hablar una lengua germánica. Lo cual es evidentemente absurdo.
Los judíos que viven en diferentes países de la tierra, hoy como ayer, hablan las lenguas de los pueblos en medio de los que viven, en su mayoría lenguas indoeuropeas (inglés, español, francés, italiano, ruso, farsi, etc.). El mismo yiddish, que se formó en el siglo XIII en los países de Europa Central a partir de un dialecto medio-alemán y se convirtió en una especie de lengua internacional tras las migraciones judías, seguía siendo un idioma alemán, pues si, a más de un vocabulario de base alemán y eslavo, contenía también una alta tasa de elementos lexicales hebreos y estaba escrito en caracteres hebreos. (Pero esto no nos dice nada: incluso el vietnamita, una lengua mon-jemer, se escribe con caracteres latinos, pero esto no significa que el vietnamita sea una lengua romance; el persa también se escribe con caracteres árabes, pero no es una lengua semítica, sino indoeuropea; y así sucesivamente en muchos casos similares). Por tanto, nos parece razonable concluir que los judíos no constituyen un grupo que pueda definirse como semítico sobre la base de su afiliación lingüística.
¿Podemos entonces considerarlos semitas bajo un punto de vista étnico? Para responder afirmativamente, se necesitaría rastrear la genealogía de los judíos hasta Sem, hijo de Noé. Pero semejante tarea parece bastante ardua.
Como escribió un eminente representante de la ciencia geográfica italiana, Renato Biasutti (1878-1965), “la cuestión de la posición antropológica o de la composición racial de los judíos no es menos compleja y oscura” como muchas otras. “Una de las causas de esto – explica – reside en la dificultad para recopilar información adecuada sobre los caracteres somáticos de un grupo étnico tan disperso” [iv].
Los judíos son una mezcla étnica. El origen kázaro de los judíos asquenazíes
Hay un hecho que no sólo pone seriamente en duda el presunto origen semítico de los judíos de hoy, sino que también impide que sean considerados descendientes de los judíos de la antigüedad bíblica: a la etnogénesis judía han contribuido elementos étnicos de orígenes dispares, adquiridos a través del proselitismo y con matrimonios mixtos (“matrimonios con las hijas de un dios extranjero”) contra los que tronaron en vano los profetas de Israel. Un estudioso judío, Maurice Fishberg, escribe: “A partir de los testimonios y de las tradiciones bíblicas, se deduce que desde los comienzos de la formación de las tribus de Israel, éstas ya estaban compuestas por diferentes ingredientes raciales (…). En aquella época, encontramos muchas razas en Asia Menor, Siria y Palestina: los amorreos, que eran rubios, dolicocéfalos y de alta estatura; los hititas, una raza de piel oscura, probablemente de tipo mongoloide; los cusitas, una raza negroide; y algunas más aún. Los antiguos judíos contraían matrimonios con todas estas estirpes, como se puede comprobar claramente en muchos pasajes de la Biblia”[v].
Es necesario entonces distinguir entre los judíos de Asia y los de Europa y África y, en particular, entre los sefardíes (la rama sur de la llamada diáspora) y los asquenazíes (la rama oriental). Si los sefardíes se difundieron desde el norte de África y la Europa mediterránea hasta Holanda e Inglaterra, los asquenazíes poblaron vastas zonas del sur de Rusia, Polonia, Alemania y los Balcanes; y fue esta rama del judaísmo la que proporcionó el contingente más numeroso al movimiento colonialista que dio origen a la entidad político-militar sionista y a la propia clase política israelí. En un estudio publicado por la Universidad Estatal de Nueva York[vi], Paul Wexler, profesor de lingüística en la Universidad de Tel Aviv, sostiene que para la mayoría de los sefardíes se puede conjeturar un origen parcialmente semítico, pero no necesariamente judío. En cambio, en lo que respecta a los asquenazíes, que representan las nueve décimas partes de los judíos actualmente, no sólo hay que excluir una ascendencia judía que se remonta al período bíblico, sino también la pertenencia al ámbito semítico.
Un judío asquenazí, el escritor Arthur Koestler, difundió una tesis que puede resumirse en estas palabras, extraídas de su libro The Thirteenth Tribe: “en la Edad Media, la mayoría de las personas que profesaban la religión israelita eran kázaros. Gran parte de esta mayoría emigró a Polonia, a Lituania, a Hungría y a los Balcanes, donde se formó la comunidad judía oriental que, llegado el momento, se convertiría en la mayoría dominante de la población judía del mundo”[vii]. Arthur Koestler fue un pionero sionista y, como señala Shlomo Sand, a pesar de su desilusión, “continúo apoyando la existencia del Estado de Israel (…) la mayoría de sus libros fueron traducidos al hebreo y tuvieron mucho éxito”[viii]. Sin embargo, cuando se publicó The Thirteenth Tribe, “el embajador israelí en Gran Bretaña lo describió como una «accion antisemita financiada por los palestinos»[ix]. Al divulgar los resultados de una investigación histórica sobre el pueblo kázaro, Koestler socavó la tesis según la cual la ocupación de Palestina por los sionistas representaba un “retorno” de los judíos a su tierra de origen.
Pero ¿quiénes eran los kázaros, antepasados de la mayor parte del judaísmo actual? Según los criterios genealógicos de matriz veterotestamentaria, los kázaros no pertenecían a la descendencia de Sem, y mucho menos a la de Cam, sino a la de Jafet: la literatura eclesiástica altomedieval los llamaba de hecho “hijos de Magog” o al menos los ubicaban “en las tierras de Gog y Magog”, mientras las fuentes musulmanas (por ejemplo, el diplomático y viajero Ibn Fadlān) los identificaba tout court con las hordas coránicas de Ya’jūj y Ma’jūj (Gog y Magog), quienes “difundieron la corrupción en la tierra”[x]. Desde Teófanes el Confesor, que los definió como “turcos orientales”, hasta Lev Gumilëv, que vio en los kázaros un grupo daguestaní o sármata, o alano turquizado; historiadores y etnólogos han emparentado a este pueblo, de un modo u otro, con una familia de pueblos turcos. Algunos afirman que el nombre de los kázaros deriva de kaz (“vagabundo”) y er (“hombre”); otros, en cambio, evocan el nombre chino de una antigua tribu uigur, Ko-sa[xi]. En cualquier caso, no es posible dar una respuesta definitiva sobre los orígenes de los kázaros. Ni siquiera su primera aparición en el escenario de la historia puede fecharse con certeza. Algunos lo sitúan poco antes del 198 d.C., cuando ocuparon parte de la zona del Cáucaso y las costas noroccidentales del Caspio, que tomó el nombre de mar de Kázaro; según otros, el grupo kázaro surgió durante la Völkerwanderung provocada en el 350 d.C. por la victoria de los hunos sobre los alanos; otros sitúan su formación hacia finales del siglo VI. Posteriormente, “la entidad kázara (…) desplazando progresivamente su centro de gravedad de la zona del Caspio al Mar Negro, reunió a grupos étnicos muy diferentes”[xii], añadiendo en particular un componente étnico iraní (alano, para ser precisos) al elemento turco original. “Esta mezcla étnica – escribe Francis Conte – fue sin duda consecuencia de la posición del Estado kázaro, punto central de las grandes rutas comerciales que conectaba el Este con el Oeste, el Norte con el Sur; encrucijada de tráficos, una especie de plataforma giratoria, que no sólo ejercía su función en el intercambio de bienes materiales sino también en la difusión de ideas y religiones”[xiii].
Arthur Koestler insiste en el decisivo papel geopolítico y geoestratégico del reino kázaro. “El país de los kázaros, pueblo étnicamente turco, ocupaba una estratégica posición entre el Caspio y el mar Negro, sobre los extensos caminos de paso en que confluían las potencias orientales de la época. Servía como Estado-tapón para Bizancio, a quien protegía contra las invasiones de las rudas tribus bárbaras de las estepas septentrionales: búlgaros, magiares, etc., y más adelante vikingos y rusos. Pero hubo algo tan importante, si no más, al menos desde el punto de vista de la diplomacia bizantina y de la historia europea, y es el hecho de que los ejércitos kázaros pudieran contener la avalancha árabe en sus primeros momentos, los más devastadores, e impedir así la conquista musulmana de la Europa del Este”[xiv]. Antes de Koestler y Conte, el historiador británico Douglas M. Dunlop ya había atribuido al reino kázaro la función de antemurale christianitatis: “Es indudable – escribe Dunlop – que, de no haber estado los kázaros en la región norte del Cáucaso, Bizancio, muralla de la civilización europea en Oriente, se hubiera visto desbordada por los árabes: es probable que la historia de la cristiandad y del islam hubieran sido en adelante muy distintas a las que conocemos”[xv].
Lo que sí se puede decir con certeza es que la conquista de Persia, tras las campañas victoriosas del califa ‘Omar ibn al-Khattāb contra los sasánidas (634-642), había extendido las fronteras septentrionales del dār al-islām hasta Tiflis y Derbent, de modo que Kazaria constituía el obstáculo que impedía a los ejércitos musulmanes avanzar hacia las llanuras del sur de Rusia, desde donde podían proceder a cercar el Imperio Romano de Oriente. Habiendo cruzado el Don, ocupada la actual Ucrania hasta el Dniéper y buena parte de Crimea, los kázaros se encontraron en la encrucijada de las zonas geopolíticas islámica y cristiana, por lo que su clase dirigente consideró oportuno asumir una identidad religiosa claramente diferenciada de los pueblos vecinos. Aleksandr Solzhenitsyn resume este momento crucial de la historia kázara en los siguientes términos: “Los jefes étnicos de los turco-kázaros (en ese momento idólatras) no aceptaron ni el Islam (para no tener que someterse al califa de Bagdad) ni el cristianismo (para evitar el tutelaje del emperador de Bizancio). En consecuencia, aproximadamente 732 tribus adoptaron la religión judía”[xvi].
En realidad, no es del todo seguro que la judaización de una parte del pueblo kázaro se haya producido después del nacimiento del Califato abasí, que tuvo lugar en el año 750. Es cierto que el historiador y geógrafo árabe al-Mas’ūdī ubica la conversión en los últimos años del siglo VIII, pero “otras fuentes orientales declaran que la clase dominante kázara – y sobre todo los khagān – se habían convertido en los años 730-31”[xvii]. A esta conversión se hizo referencia en una obra escrita en árabe hacia 1140 por un intelectual judío español, Yehudah ben Shemu’el ha-Lewi (c. 1086-1141), titulada Al-hujjah wa’d-dalīl fî nasr ad-dīn adh-dhalīl (Argumento y demostración en defensa de la religión despreciada). La obra, también conocida como Kuzārī[xviii], relata el diálogo que habría sucedido entre el rey kázaro (bek) Bulan y un rabino. El soberano, inducido por un ángel a realizar una investigación sobre las religiones, recurre primero a un filósofo, luego a un teólogo cristiano, además a un erudito musulmán, pero ninguno de ellos satisface sus necesidades. Evidentemente será un rabino quien le convenza de la superioridad del judaísmo y le persuada para convertirse. La conversión al judaísmo, sin embargo, no debió ser muy estable, ya que en 860, inducido por la presión islámica para acercarse a Constantinopla, el bek de los kázaros pidió al basileus que le enviara un teólogo cristiano capaz de “replicar los argumentos de los judíos y sarracenos”[xix]. La tarea de evangelizar a los kázaros, confiada a un hombre culto y piadoso qué con el nombre de Cirilo, quien se haría famoso más tarde como el “apóstol de los eslavos”, no proporcionó grandes resultados: los neófitos cristianos no pasaban de doscientos, mientras que el bek y la aristocracia kázara permanecieron fieles al judaísmo.
Para proporcionarnos alguna información sobre esta clase dirigente política judía está la Respuesta del rey José enviada alrededor del año 955 por un gobernante kázaro al judío cordobés Hasdai ibn Shaprut, quien le había escrito para obtener confirmación de la existencia de un reino judío. Después de haberle recordado la conversión de su antepasado Bulan, el rey kázaro escribe: “De los hijos de sus hijos surgió un rey llamado Abdías. Era un hombre recto y justo. Reorganizó el reino y estableció la religión de manera correcta e irreprochable. Construyó sinagogas y escuelas, trajo muchos israelitas eruditos y los honró con oro y plata, y ellos le explicaron los veinticuatro libros [de la Torá], la Mishná, el Talmud y el orden de las oraciones del Khazzan”[xx]. A Abdías le sucederían una serie de gobernantes con nombres bíblicos: Ezequías, Manasés I, Hanukkah, Isaac, Zabulón, Manasés II, Nisi, Aarón I, Menahem, Benjamín, Aarón II, José. Parece razonable suponer que esta aristocracia judaizada respondiera a la actividad evangelizadora de Constantinopla promoviendo ella misma iniciativas misioneras, encaminadas a incorporar al judaísmo a gran parte de la población kázara.
La llamada Crónica de Néstor (el Povest’ vremennych let) también atestigua la subyugación de algunas tribus eslavas por parte de los kázaros. A mediados del siglo IX, los kázaros atacaron a los eslavos del Dniéper medio y los obligaron a pagar tributos. Un siglo más tarde, Sviatoslav I, príncipe de la Rus de Kiev, libró la guerra a los kázaros y en los años 968-969 destruyó su capital Itil, en la desembocadura del Volga. “En el año 969 – escribe Solzhenitsyn – los rusos ocuparon toda la cuenca del Volga, y las naves rusas aparecieron cerca de Semender, en la costa de Derbent”[xxi]
Derrotados en el campo de batalla, los kázaros recurrieron al arma religiosa. En el año 984, una delegación kázara fue a Kiev con el objetivo de convertir al judaísmo al príncipe Vladimir, que había ascendido al trono cuatro años antes. Por su parte, la Rus de Kiev se enfrentaba a la necesidad de hacer una elección geopolítica y religiosa entre Constantinopla, el Occidente romano-germánico, la zona islámica y el imperio kázaro. “Es la misma ceremonia de la conversión de Bulan”[xxii], pero esta vez la elección es diferente. El príncipe Vladimir rechazó la propuesta de adhesión al islam por parte de los búlgaros del Volga. (Y “se refleja – observa Francis Conte – sobre lo que podría haber sucedido si el primer Estado ruso se hubiera vuelto hacia el islam: la llegada de una verdadera potencia euroasiática que, a lo largo del período del ‘yugo’ tártaro, la habría aferrada aún más al Asia”[xxiii]). Asimismo, el príncipe rechazó las peticiones de la delegación católica de rito latino. Luego dio audiencia a los embajadores kázaros, quienes lo invitaron a abrazar el judaísmo. La Crónica de Néstor registra esta respuesta del príncipe: “¿Cómo instruyes a otros si vosotros mismos habéis sido rechazados por Dios y dispersos? Si Dios os hubiera amado a vosotros y a vuestra fe, entonces no estarías esparcidos por tierras extranjeras. ¿O quieren que esto también nos pase a nosotros?”[xxiv]. Al final, como es conocido, Vladimir aceptó el bautismo según el rito griego y se casó con una hermana de Basilio II, abriendo así la Rusia a la civilización bizantina.
Así comenzó una diáspora que difundió por toda Europa central y oriental los restos del judaísmo kázaro. Cualquiera puede darse cuenta que esta verdad histórica tiene consecuencias devastadoras para el mito sionista del “retorno” judío a Palestina. De hecho, es evidente que si la mayoría de los judíos de hoy proceden de un pueblo procedente de Asia Central que se instaló entre el Volga, el Mar Negro y el Dniéper y se extendió en gran parte de Europa del Este[xxv], el supuesto sionismo está privado de su fundamento, ya que los descendientes eslavizados de un pueblo altaico no pueden reclamar ningún “derecho histórico” a “retornar” a una tierra donde sus antepasados nunca vivieron.
Traducción: Francisco de la Torre
NOTE
[i] Roger Garaudy, Los mitos fundacionales del Estado de Israel. Historia XXI, Barcelona, 1997.
[ii] Shlomo Sand, La invención del pueblo judío. Ediciones Akal, S.A., Madrid, 2014.
[iii] Peter G. J. Pulzer, The rise of political anti-Semitism in Germany and Austria, Wiley, New York 1964, pp. 49-52.
[iv] Renato Biasutti, Le razze e i popoli della terra, Utet, Torino 1967, p. 563.
[v] Maurice Fishberg, The Jews: A Study of Race and Environment, London – New York 1911, p. 181.
[vi] Paul Wexler, The non-Jewish origins of the Sephardic Jews, State University of New York Press, Albany 1996.
[vii] Arthur Koestler, La decimotercera tribu de Israel. H. Garetto Editor, Buenos Aires, 2007, p. 172 y 173.
[viii] Shlomo Sand, op. cit., p. 258.
[ix] Shlomo Sand, op. cit., p. 259.
[x] “Inna Ya’jūja wa Ma’jūja mufsidūna fī ’l-ard” (Cor. XVIII, 94).
[xi] Douglas Dunlop, The History of the Jewish Khazars, Schocken, New York, 1967, pp. 34-35.
[xii] Francis Conte, Gli Slavi. Le civiltà dell’Europa centrale e orientale, Einaudi, Torino, 1990, p. 412.
[xiii] F. Conte, op. cit., pp. 412-413.
[xiv] Arthur Koestler, op. cit., p. 17 y 18.
[xv] D.M. Dunlop, The History of the Jewish Khazars, Princeton University Press, Princeton 1954, p. x.
[xvi] Aleksandr Solgenitsin, Due secoli insieme. Ebrei e Russi prima della rivoluzione, Controcorrente, Napoli, 2007, vol. I, pp. 13-14.
[xvii] F. Conte, op. cit., p. 413.
[xviii] Yehudah ha-Lewi, Il re dei Khàzari, Bollati Boringhieri, Torino, 1991.
[xix] F. Dvornik, Les légendes de Constantin et de Méthode vues de Byzance, Prague, p. 168.
[xx] Letter from Rabbi Chisdai to King Joseph, in: Yehuda HaLevi, The Kuzari: In Defense of the Despised Faith, Jason Aronson, Northvale, 1998, p. 349.
[xxi] A. Solgenitsin, op. cit., p. 14.
[xxii] Aldo C. Marturano, Mescekh. Il paese degli ebrei dimenticati, Atena, Poggiardo, 2004, p. 162.
[xxiii] F. Conte, ibidem.
[xxiv] Racconto dei tempi passati. Cronaca russa del secolo XII, cit., p. 50.
[xxv] Sobre la presencia kázara en Hungría, Transilvania, Polonia y Ucrania: cfr. C. Mutti, Chi sono gli antenati degli Ebrei?, “Eurasia. Rivista di studi geopolitici”, a. VI, n. 2, Maggio-Agosto 2009, pp. 25-34; L’Ucraina sarà un “grande Israele”?, “Eurasia. Rivista di studi geopolitici”, a. XIX, n. 3, Luglio-Settembre 2022, pp. 9-12 (https://www.eurasia-rivista.com/ucrania-sera-un-gran-israel/).
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