Derrotada en la Segunda Guerra Mundial, ocupada entonces por Estados Unidos, incorporada a la fuerza a la OTAN durante la guerra fría, obligada a diluirse en la Unión Europea, Italia es actualmente prisionera de su pasado en momentos en que rápidos cambios se están produciendo en el campo de las relaciones internacionales. Tiberio Graziani estima que, aunque Roma no cuenta aún con las condiciones necesarias para poder aplicar una política exterior independiente, es hora ya para Italia de pensar en una estrategia de salida que corresponda a sus propias características históricas y geográficas. Italia percibe el llamado de su espacio natural… el Mediterráneo ampliado.


Un país con soberanía limitada

A pesar de su envidiable situación geográfica y de las particulares características de su estructura morfológica, Italia no cuenta actualmente con ningún tipo de doctrina geopolítica.
Ello se debe principalmente a tres factores:

- a) el hecho que Italia es parte de la esfera de influencia de Estados Unidos (el sistema occidental);
- b) la profunda crisis que caracteriza su identidad nacional;
- c) la falta de cultura geopolítica de sus clases dirigentes.

El primer factor, además de limitar la soberanía del Estado italiano en numerosos sectores, desde el sector militar hasta el de la política exterior, por mencionar sólo los más importantes en materia de geopolítica, influye en la política interna y la economía, en las decisiones estratégicas en materia de energía, de investigación tecnológica, de desarrollo de las grandes infraestructuras y, finalmente pero no por ello menos importante, en lo tocante a las políticas nacionales de lucha contra el crimen organizado.

Debido a las importantes consecuencias del Tratado de Paz de 1947, la Italia republicana ha seguido la regla de oro del «realismo colaboracionista o cojo», o sea renunció a la responsabilidad de tomar las riendas de su propio destino [1]. Esta abdicación pone a Italia en un estado de «subordinación pasiva» y somete sus decisiones estratégicas a la «buena voluntad del Estado al que se subordina» [2].

El segundo factor invalida uno de los elementos necesarios para la definición de cualquier doctrina geopolítica coherente. La crisis italiana de identidad tiene complejas causas que se remontan a la fusión insatisfactoria de las diferentes ideologías nacionales (de inspiración católica, monárquica, liberal, socialista, laica y masónica) que apoyaron la unificación de Italia, la edificación del Estado unitario y, después del paréntesis fascista, la realización de la actual organización republicana.

Esta crisis de identidad nacional se debe también a la experiencia fascista mal digerida y al trauma que dejó la derrota sufrida en el conflicto mundial. Lo cierto es que la retórica romántica del Estado-nación, el mito de la nación y, posteriormente, los de la resistencia y la «liberación» no han beneficiado los intereses de Italia, país que sigue aún en busca de su identidad nacional a pesar de estar a punto de arribar al aniversario 150 de su unificación.

El tercer y último factor, parcialmente vinculado a los anteriores por razones históricas, impide que los ejes geopolíticos de Italia se incluyan entre las prioridades de la agenda nacional.

La aparición sucesiva de las vicisitudes que aquejan a la República Italiana siempre ha constituido, sin embargo, una forma de geopolítica, o más bien de política exterior basada esencialmente en la situación geográfica del país como respuesta a los intereses nacionales y, por lo tanto, no coincidente con las indicaciones estadounidenses, destinadas única y exclusivamente a garantizar la hegemonía de Washington en la región del Mediterráneo.

Así sucedió sobre todo con la atención de políticos como Aldo Moro, Giulio Andreotti y Bettino Craxi, o de grandes empleados del Estado como Enrico Mattei, hacia los países del norte de África y del Medio Oriente y que, a pesar de limitarse al mantenimiento de relaciones de «buena vecindad» y de «coprosperidad», estaba realmente en concordancia de un lado con la posición geográfica de Italia en el Mediterráneo y era por demás útil a la potencial emancipación, futura y necesaria, de la Italia democrática en relación con la “tutela” estadounidense, al igual que el papel regional que Roma hubiese podido ejercer, incluso en el marco de un rígido sistema bipolar.

Ese tipo de iniciativas hubieran podido sentar las bases para definir los ejes estratégicos de lo que el argentino Marcelo Gullo define en su estudio sobre la construcción del poderío de las naciones como el «realismo liberacionista» para que Italia pasara de un estado de «subordinación pasiva» a un estado de «subordinación activa», etapa crucial en la conquista de espacios de autonomía en la escena internacional.

El fracaso de la modesta política mediterránea de la Italia republicana no sólo se debe, sin embargo, a la injerencia estadounidense sino también a la naturaleza episódica de la aplicación de dicha política y a la oposición, dentro de la propia Italia, de grupos de presión –más filoestadounidenses y prosionistas– que la entorpecieron. Se desvanecieron así, con el fin del bipolarismo y de la llamada Primera República, las iniciativas anteriormente mencionadas, destinadas a incrementar, al menos parcialmente, la autonomía de la política exterior italiana.

Como país euromediterráneo sometido a los intereses estadounidenses, la Italia de hoy se encuentra en una situación extremadamente delicada ya que, al ser simultáneamente miembro de la Unión Europea y de la OTAN, no sólo sufre las consecuencias de las tensiones entre Estados Unidos y Rusia en la Europa continental, sobre todo en la región centro-oriental (ver la cuestión polaca en materia de «seguridad» o de energía) sino que también se ve afectada por las repercusiones de las políticas de Washington en el Medio Oriente.

Es importante recordar también que la dependencia de Italia hacia Estados Unidos se traduce en una evidente limitación de la soberanía del Estado italiano, amplifica las fragilidades típicas de las zonas peninsulares (tensiones entre la parte continental del país –bastante limitada sin embargo en el caso de Italia– y las regiones propiamente peninsulares e insulares) y aumenta las presiones centrífugas al extremo de hacer difícil la normal gestión administrativa del Estado.

Militarmente ocupada por Estados Unidos –en el marco de la «alianza atlántica»–, que dispone de más de un centenar de bases en territorio italiano [3], carente de suficientes recursos energéticos, económicamente frágil y socialmente inestable debido a la constante erosión de un “Estado social” actualmente agonizante, Italia no dispone de márgenes de libertad que le permitan poner en vigor las líneas directivas de su potencial geopolítico y geoestratégico –líneas directivas trazadas por el Mediterráneo y por la zona adriático-balcánica-danubia– fuera de los límites de las estrategias que se le imponen desde el otro lado del Atlántico, estrategias que favorecen –por lo tanto– intereses extranacionales y extra-extracontinentales.

Las oportunidades que tiene Italia de determinar su propio papel geopolítico no dependen por lo tanto de la voluntad de Roma y están vinculadas a las consecuencias que tendrá la actual evolución de la escena mundial –ahora multipolar– en la cuenca del Mediterráneo y en Europa continental. Son, sin embargo, los grandes cambios geopolíticos que se están produciendo, determinados principalmente por Rusia, los que pueden fortalecer el papel estratégico de Italia en el Mediterráneo, en el marco de la implantación y la consolidación del nuevo sistema multipolar y de la posible integración de Eurasia.

Hay que entender, en efecto, que la estructuración de ese nuevo sistema geopolítico multipolar exige, por razones evidentes, un proceso de dislocación o de redimensionamiento del sistema occidental actualmente controlado por Estados Unidos, proceso que comienza por la periferia del sistema, cuyos contornos están determinados por la masa euro-afro-asiática, la península europea, la cuenca mediterránea y el arco insular japonés.

Rusia y Turquía: los dos polos geopolíticos

Los recientes cambios del marco geopolítico mundial han dado lugar a la aparición de ciertos factores que pudieran permitir que la mayoría de los países que conforman el llamado sistema occidental se «liberen» de la tutela del «amigo estadounidense». Lo anterior permitiría que Roma pudiera aplicar su propia doctrina geopolítica, conforme al nuevo contexto mundial.

Como es sabido, la reafirmación de Rusia como actor a nivel mundial y el papel preponderante de China y la India han dado un vuelco a las relaciones entre las grandes potencias y han establecido las bases para la creación de un nuevo orden mundial, basado en unidades geopolíticas continentales que ya no se apoyarían en relaciones basadas en el poderío militar sino en alianzas estratégicas. Tales cambios también están produciéndose en la parte sur del hemisferio occidental, considerado hasta ayer el patio trasero de Estados Unidos y donde las relaciones que ahora mantienen Brasil, Argentina y Venezuela con las potencias euroasiáticas anteriormente mencionadas han dado un nuevo impulso a la hipótesis de una unidad continental suramericana.

En el Mediterráneo, el primero de los factores a favor de una nueva organización geopolítica es la inversión de la actitud política de Ankara en el Medio Oriente. Y es que, a mediano plazo, el distanciamiento de Turquía en relación con Washington y Tel Aviv puede tener consecuencias geopolíticas de gran importancia en la formación de un espacio geopolítico euroasiático integrado, al representar la primera etapa concreta en que vendría a insertarse el proceso de dislocación (o de limitación) del sistema occidental, precisamente a partir de la cuenca mediterránea.

En las actuales condiciones, los polos geopolíticos en los que debería concentrar su atención una Italia realmente interesada en emanciparse de la tutela de Estados Unidos son Turquía y Rusia. Un alineamiento de Roma con la política de Turquía para el Medio Oriente proporcionaría a Italia la credibilidad necesaria, seriamente empañada por sus relaciones de vasallaje hacia Washington, para dar una orientación geopolítica a las inapropiadas políticas de cooperación del ministerio italiano de Relaciones Exteriores con los países que se encuentran al sur del Mediterráneo y con el Medio Oriente.

Por otro lado, ello pondría a Roma en condiciones, junto (y gracias) a su aliado turco, de renegociar la humillante posición de Italia en el seno de la OTAN –o sea de renunciar al Tratado del Atlántico Norte– y, al mismo tiempo, de plantearse la reconversión de las instalaciones militares de la OTAN en bases útiles para la seguridad del Mediterráneo. Italia y Turquía, así como otros países bañados por las aguas del Mediterráneo, pudieran establecer así un sistema integrado de defensa, según el ejemplo de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC).

En el establecimiento de una «estrategia de salida» de sus obligaciones hacia Estados Unidos, tal y como la hemos planteado en estas líneas, Roma pudiera contar con el seguro apoyo no sólo de Ankara sino también de Trípoli, de Damasco, de Teherán y, por supuesto, de Moscú.

Por lo demás, Rusia aportaría seguramente su apoyo a Roma para que esta última saliera de la órbita de Estados Unidos, favoreciendo a la vez su proyección geopolítica natural a lo largo del eje adriatico-balcánico-danubio, en el marco –naturalmente– de una asociación italo-ruso-turca basada en intereses comunes tendientes al surgimiento de un «Mediterráneo ampliado» que abarcaría el Mediterráneo, el Mar Negro y el Caspio.


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